Leticia Ocharán fue un talento y un impulso creador que, como muchos otros importantes artistas mexicanos, desarrolló lo más trascendente de su obra pictórica en la atmósfera coyoacanense.

LETICIA Y EL GALLO PITAGÓRICO
Los cinco mil de la vergüenza
Roberto López Moreno

En cada octubre 27 se cumple un aniversario más del fallecimiento de la pintora Leticia Ocharán, activa artista defensora de los derechos de su gremio, dueña de una personalidad que todos admirábamos y queríamos. El siguiente es un recuerdo de ella, como periodista (crítica de arte) dentro del marco del Festival Internacional Cervantino al que he puesto como título Los cinco mil de la vergüenza.

Durante mucho tiempo nos quejamos de que las autoridades del Festival Cervantino no tenían cabal aprecio a nuestro trabajo periodístico, que éramos vistos como una plaga necesaria a la que había que atender por necesidad, pero con la intención de salir de ella cuanto antes y sin mayores compromisos.

Algunos buscaban mi opinión y yo asentía con ellos, apoyado en haber sido el único reportero que había cubierto desde el año de su fundación, en 1972, este Festival, que en su primer versión, organizada principalmente por el Departamento de Turismo y la Secretaría de Relaciones Exteriores, y complementariamente por el INBA, fue atendido por reporteros de la “fuente política” y obvio que ese carácter le dieron a su información. Yo iba por el diario LA PRENSA, pero no como reportero cultural, sino también como parte del cuerpo de “información general”. Por eso después, cuando ya hubo una fuente cultural que cubría los Cervantinos, les platicaba mis recuerdos de cómo había sido el primero de ellos, bajo la atención de un patronato creado para ese fin, que presidía la actriz Dolores del Río.

Pero volvamos al inicio de este texto. Los reporteros culturales sentíamos que existía una especie de desprecio o por lo menos desapego, a nuestro trabajo en el que mucho se basaba el éxito que el Cervantino tenía al difundir su imagen en los encuentros internacionales de cultura.

No queríamos ningún reconocimiento, a fin de cuentas estábamos cumpliendo con nuestra obligación, pero sí un mejor trato, ya que los conflictos entre las autoridades del FIC y los informadores surgían al por mayor, a la menor provocación.

No buscábamos ningún reconocimiento... “Pero sí”..., dijo de pronto alguno de los periodistas concentrados en Guanajuato (Manuel Blanco), y agregó: “por qué siempre hemos de andar luciendo esa humildad que lo único que ocasiona es que se nos pisoteen cada vez que quieren hacerlo. Sí queremos un reconocimiento por nuestro trabajo y si las autoridades del Festival Internacional Cervantino no son capaces de otorgárnoslo, pues nos lo otorgaremos nosotros mismos”.

Así fue cómo surgió la idea de crear un premio entre periodistas para homenajear a los que más hubieran destacado en sus artículos cada año. La idea fue creciendo, estimulada principalmente por un grupo que integrábamos Carlos Santa Ana Alavez, de Cine Mundial; Carlos Velásquez, de la revista Mañana; Manuel Blanco, de El Nacional; Gonzalo Martré, de la sección editorial de El Universal; Manuel Gutiérrez Oropeza, de La Guía del diario Novedades; Roberto López Moreno, de La Prensa; Carlos Ximénez de The News, también de Novedades; Angelina Camargo de Excélsior; Antonio Hernández de El Día; Merry McMasters, de El Nacional; Ricardo Castillo Mireles, de Excélsior; Linda Aquino, de El sol de México; Manuel Gallardo, de El Nacional; Fernando de Ita del Unomásuno, y Gabriel Álvarez (El pollín yoliztli), del semanario Claridades, a quien se nombró presidente del comité organizador.

A este grupo que en realidad sólo se reduciría a Carlos Santa Ana, Carlos Velásquez, Manuel Blanco, Gonzalo Martré, Manuel Gutiérrez Oropeza, Roberto López Moreno, Manuel Gallardo, Angelina Camargo (con cierta irregularidad) y Gabriel Álvarez, centro, ellos, de odios y tormentas, porque antes de nacer el premio ya había atraído envidias y despechos de otros muchos periodistas de los demás medios enviados a cubrir el Cervantino; a este grupo, recordaba, se habían unido fraternalmente dos maestros de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Guanajuato, Héctor Flores El muerto, a quién conocía yo desde México en las tertulias con el compositor Juan Helguera y el maestro Alfredo Pérez Bolde, este último fue quien sugirió que el premio llevara como nombre El gallo pitagórico en homenaje al personaje histórico guanajuatense Juan Bautista Morales.

Y nos pusimos a trabajar. No queríamos ningún tipo de ayuda oficial, era el orgullo el que estaba respondiendo. Pero hubo un escollo casi insalvable, el azote de los pobres... todos los mencionados padecíamos de un perverso mal, la falta de dinero.

Fueron juntas, reuniones, y más juntas y más reuniones, para ver cuánto podíamos aportar cada uno. Sin el dinero en la mano, nada más en la imaginación, hicimos cuentas y resultó que entre todos estábamos aptos para reunir apenas diez mil pesos para pagar el premio en efectivo y algunos otros gastos necesarios (carteles alusivos, diplomas, etc.) pero faltaba más para mandar a hacer la placa metálica y para otros gastos que se presentaran. “Con otros cinco mil la salvaríamos”.

El deseo de crear El gallo pitagórico era mucho, pero el freno que nos había salido al paso era también poderoso. En medio del entusiasmo algo nos dolía, y con razón, en el fondo de la bolsa. Mientras tanto, crecía en torno el asedio morboso de quienes no habían creído en nuestro entusiasmo inicial, asedio de miradas burlescas y demás.

Estuvimos a punto de abandonar la empresa llenos de vergüenza cuando apareció en aquel escenario otra de las nuestras, la pintora Leticia Ocharán, periodista también por ser investigadora y crítica de arte, colaboradora de El gallo ilustrado, en El Día y de la revista Plural y Diorama de la cultura en Excélsior, ni más rica ni más favorecida por la fortuna que nosotros, pero sí amiga entrañable y parte del grupo mencionado. Escuchó con una mezcla de entusiasmo y pesar nuestras vicisitudes, nuestra vergüenza ante las burlas de nuestros malquerientes, y al final, allí mismo, sobreponiendo el entusiasmo al pesar, sacó un descomunal cheque por cinco mil pesos, “los cinco mil pesos de la vergüenza”, y en esos momentos supimos todos que el premio El gallo pitagórico, contra viento y marea, y ante el enojo de los que no habían creído en nosotros, de los envidiosos, acababa de nacer. Leticia Ocharán fue en realidad, la artífice principal del premio El Gallo Pitagórico en el Festival Internacional Cervantino.


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