LA PINTORA Y LOS POETAS
La alegría de pintar
Porque la he visto danzar (no baila, no se contorsiona demencialmente: danza, que es lo superior en el cuerpo humano, cuando se tiene un cuerpo, claro, digno de ser admirado); porque le escucho reír y hallarle sabor al arte de estar vivos todos, y porque la he observado en su más misterioso momento: el de pensar en lo que vendrá, nerviosamente: en lo que habrá de pintar. Ya lo tiene pensado y meditado, y el gran secreto está en llegar a cubrir esa superficie y, como ya lo señaló con inteligencia la poeta Thelma Nava, saber penetrar en el sueño y hacerlo llegar a otros soñadores, a otros artistas, a otros seres hermosamente humanos.
Por todo lo anterior y mucho más que no puedo callarme, he llegado a admirar a Leticia Ocharán en todo lo extenso, insondable y maravilloso que es la admiración. Bueno, he llegado a envidiarle hasta que trabaje tanto y se dé el tiempo preciso y precioso para proyectar sus grabados que ahora, aquí mismo, nos hablan de lo criminal que es la incomunicación entre los seres a veces malamente llamados humanos.
Es como una condenación lírica, al través de rostros que no deberían ser hostiles y de cabezas que no deberían estar ni truncas ni trocadas. Ahora se ve una calle infinita, junto a un muro donde la tristeza nos abruma. Es una calle de una ciudad invisible para nosotros, pero visible para la bella artista. ¿Llegará algún día a pintar una casa de ciruelos? En vascuense, Ocharán significa eso justamente: casa de los ciruelos.
Por lo pronto, ella nos da amargas visiones de cómo la manzana de la discordia podría matar lentamente al hombre. Siendo una denuncia, nos deja sin embargo la puerta abierta a la alegría (ella es leticianamente alegre, valga el pleonasmo) y al optimismo.
Efraín Huerta